miércoles, 15 de abril de 2009

Superbia

Cuando Martín recibió la carta de invitación del casamiento de Juliana no pudo evitar sentir ganas de llorar, y eso que él siempre decía que llorar era cosa de mujeres. Si, eso era de mujeres y de putos, y él no era nada de eso, era bien macho; así que se deshizo de esos deseos tontos con una sacudida de cabeza, dejó la invitación sobre la mesa de la cocina y se tiró a una silla. Puso sus manos detrás de la cabeza, cruzadas; y comenzó a recordar.

En la primaria era el mejor del curso jugando al fútbol; más aún, era el mejor del colegio. Todos los recreos demostraba su talento natural con la pelota, al lado de sus compañeros que apenas podían tratar de acercarse, aunque esto siempre era imposible. Siempre se peleaban sus amigos para que él estuviera en su equipo, aunque eran pocas las veces que él no elegía. Y siempre ganaba, casi todos los goles eran suyos, pero a veces decidía ser arquero, para que el partido sea más parejo. Igual algún gol se hacía, además de atajar todos los tiros. El profesor de gimnasia había decidido que su curso no hiciera más fútbol y que se dedicaran a otros deportes, pero en todos brillaba, era simplemente el mejor.

Martín inclinó la silla hacia atrás. Una risa se escapó de sus labios. Eran tan lindos recuerdos los de la primaria. No había cumpleaños al que no fuera invitado, ni cumpleaños donde no descosiera la pelota. Era sólo esperar que el balón tocara sus pies, luego lo demás surgía como obra de magia. Una bicicleta, un sombrerito, una rabona, un caño, una chilena. “Oh” se escuchaba cada ves que Martín tocaba la pelota. Los chicos habían llegado al acuerdo de que el cumpleañero tenía el derecho de jugar con él, ya que era el homenajeado y seguro iban a ganar, y por goleada.

Muchos de los chicos, sobre todo los menos talentosos, se cansaron un poco de Martín, que en todo partido era el protagonista indiscutido, y no jugaron más en los recreos al fútbol, Así que hubo que rellenar el lugar de los “maricones”, como no se cansaba de llamarlos, con algunas chicas que querían jugar. Él siempre se opuso, pues este era un juego de hombres, no de “niñitas”, pero la situación los obligó. Así que comenzaron los partidos mixtos, que eran menos espectaculares que los otros, pero Martín se seguía luciendo, y hasta más que antes.

Una de las chicas que se unió a los partidos de los recreos fue Juliana, que siempre fue media pata dura para los deportes, aunque tenía mucha voluntad. Casi siempre trataba de marcar a Martín, pero la mayoría de las veces terminaba en el suelo, ya sea por un empujón o porque se enredaba con sus piernas. Ya en el suelo se largaba a llorar y tenían que sacarla del medio de la cancha, ya que no se levantaba. Desde afuera seguía el partido, alentando al equipo de Martín, aunque siempre era del contrario porque él no la dejaba jugar en el suyo. Martín nunca la entendió mucho a Juliana en la primaria, ni le interesó, ya que era mala en los deportes.

Los recuerdos de la secundaria de Martín también eran muy buenos. Su colegio ganó todos los torneos Intercolegiales de fútbol en los que él participó, además de ganar los Intercolegiales de basket y de softball. Pero no sólo los recuerdos deportivos eran buenos, además era el primer alumno del curso, y sin esfuerzo alguno. Todas sus notas no bajaban de ocho. En deportes siempre tuvo diez, pues eso era de “verdaderos hombres”. Su nota más baja en toda la secundaria fue un seis en plástica, “una cosa de putos y pendejas pelotudas”, y dos siete en teatro, “cosa de maricones extrovertidos”; La que era buena en esas cosas era Juliana. Martín verdaderamente sentía cierta admiración y asco por la forma que trabajaba Juliana en estas materias, tan inútiles. No entendía cómo no utilizar su talento en otra cosa más útil. Ella era muy mala en todas las materias en general, aunque estaba todo el día estudiando. Tantas horas de estudio sólo alcanzaban para aprobar con lo justo, o alguna en diciembre. A él nunca se le ocurrió ayudarle, pero Juliana siempre estaba dispuesta a brindarle una mano, aunque Martín nunca la aceptaba, no podía caer tan bajo. ¿Cómo el mejor alumno de la clase va a dejarse ayudar por una chica mediocre?

La iglesia era bastante chica, casi una capilla. Estaba toda sucia, llena de moños viejos y de telarañas. Un olor a rancio invadía el lugar. El templo apenas estaba adornado con unas flores medias secas. Los bancos estaban todos medios llenos, salvo los de atrás, que estaban completamente vacíos. Martín aprovechó y se sentó en el último. No supo bien por qué venía, nunca le había gustado la religión, ni le había encontrado sentido. Además el lugar era medio pelo, igual que el decorado y la ropa de los invitados. Él parecía brillar con su traje nuevo, que hasta opacaba al novio, con un traje viejo y gastado.

Juliana entró de repente a la pequeña iglesia. La llevaba su padre, totalmente desalineado y mugriento. Un segundo después de que entraron comenzó a sonar la marcha nupcial, de un CD medio rallado, que se trababa y saltaba cada dos por tres. Así avanzaron, hasta que en un momento el CD no anduvo más, pero Juliana siguió caminando. Llegó finalmente al altar y comenzó la ceremonia; Martín no le prestó mucha atención. Sus ojos divagaban entre el público, buscando un rostro conocido, pero ninguno de los chicos del colegio estaba allí. No era de extrañar, ya que Juliana nunca se llevó bien con la mayoría, a diferencia de Martín. Es que él lo tenía todo para ser popular: era buen deportista, le iba bien en el cole, era lindo. No era que Juliana no fuera linda, ya que tenía cierta belleza, que Martín nunca pudo explicar, su problema era su timidez. Ella siempre fue tímida, nunca se lució. Sólo tenía voluntad, pero para tratar de mostrarse sólo a Martín, otra de las cosas que él no le encontraba mucho sentido. ¿Cómo no mostrarse para los demás chicos? Martín vio el vestido de novia blanco de Juliana, y pensó que era el único que representaba algo de verdad. Seguro que Juliana había llegado virgen al matrimonio. Muy diferente a él, que “debutó” con trece años, con una chica de quince. Desde esa primera ves Martín comenzó a tener sexo con todas las compañeras de su curso, logrando hacerlo con todas ellas, menos con Juliana. Y no fue porque él no quiso, estaba dispuesto a poder demostrar su hombría con todas. Una vez Martín aceptó la ayuda de Juliana para hacer un trabajo de teatro, con la intención de tener sexo con ella. “Es algo muy especial que guardo para mi verdadero amor” le dijo, y nunca más volvió a ofrecerle ayuda. Todo el interés que sabía mostrar por él se perdió de repente. Nunca entendió Martín esto, una de las tantas cosas raras que nunca entendió de ella.

-Puede besar a la novia -dijo el sacerdote.

Juliana acercó lentamente los labios a su novio. Apenas se rozaron sus bocas y se ruborizó entera. Alejó la cara de su marido y lo miró a los ojos. Entre la ropa gastada y los adornos de segunda, entre la suciedad de la capilla y el olor a rancio, entre la pobreza y la sencillez, salio del rostro de Juliana, que estaba rojo y lleno de lágrimas, una mirada llena de amor, de puro amor, que llenó de luz su rostro y se contagió al resto de las cosas. Ya no había nada de malo en la ropa, ni en los adornos, ni en la iglesia, ni en nada. Todo era bello, perfecto.

Martín abrió los ojos. Entendió. No pudo evitar que se le escapara una lágrima…

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