martes, 14 de abril de 2009

Avaritia

-¿Le gusta este anillo, señor?

-Si, la verdad es que es muy lindo. Lo voy a comprar.

-Y, ¿le gustará a la afortunada?

Juan no respondió. Se quedó callado, quieto, un buen rato. El vendedor no sabía que hacer, le hablaba pero Juan no respondía. Estaba pensando justo en esa pregunta, terrible puntería la del comprador.

-¿Se encuentra bien, señor?

-Eh… si, sólo pensaba, eh… en la belleza de joya que estoy comprando.

-Le aseguro que es uno de los anillos más lindos que hemos vendido en esta casa. Es una maravilla, como el…

Juan no escuchó más al vendedor; no soportaba tanta mentira. Decir que es un anillo lindo es cierto, pero todo lo demás. Además era un anillo bastante sencillo, no gran cosa. Tenía buen precio y todo. Pero esas son cosas que siempre dicen los vendedores: puras patrañas para que quieras comprar algo. Buscan que sientas que esta bien, que es perfecto, que es el mejor, que eres el mejor…

El vendedor guardó el anillo en una pequeña cajita aterciopelada, de color azul muy oscuro. Juan pensó “Azul es su color preferido”, pero no se sintió ni más contento ni más esperanzado. Simplemente era una caja, no hacía diferencia. Lo importante estaba adentro.

-Acompáñeme, señor, hasta la caja, así le cobro.

Si, sólo eso les interesa: el dinero. Todos los compradores eran iguales, y van a serlo por siempre. Su único objetivo es que vos pagues, no importa que no sea lo mejor, ni el indicado, ni nada; mientras saques la billetera todo está bien. Mientras pagues sos el tipo más afortunado del mundo. Sino te echan a la calle, sin importar lo “indicado” que eras para determinado objeto, y viceversa. “Nunca te dejes engañar, todas las putas gimen por dinero”, le dijo su padre, cuando lo llevó por primera vez a un prostíbulo. La verdad que esa frase no sólo encajaba con las prostitutas, sino que era la correcta para hablar de cualquier comerciante. Si, eso eran todos, unas putas baratas, que te llenaban de basura el oído, que te querían hacer sentir el mejor hombre de todos, sólo por un poco de dinero. Juan no soportaba la mentira, por eso decidió que esa noche sería la última en que fuera al cabaret.

El cabaret era bastante chico para la cantidad de personas que iban. Era bastante común tener que compartir mesas con otros clientes, ya que estaban todas ocupadas. Algunas veces hasta había gente parada. Frente a las mesas había un escenario donde se presentaban varios números, la mayoría eran bailes de mujeres, aunque a muchos les gustaban los humoristas. El escenario era me medianas dimensiones, con cortinas rojo escarlata, combinando con el verde de las paredes. La barra se encontraba frente del escenario, pero no ofrecía tan buena vista como las mesas. Juan siempre iba a la barra, para charlar con Gerardo y no mezclarse con el resto del público.

-¡Buenas noches, Juan! Hace mucho que no venís por acá. ¿Qué te anda pasando?

-Sólo es que ando medio escaso de efectivo, Gerardo.

Gerardo era el encargado de la barra del cabaret. Era un tipo flaco y alto, con una melena prominente. Juan lo apreciaba mucho, aunque no entendía porque trabajaba allí. Gerardo es el tipo de personas que uno cree que sólo se encuentran en el cielo, nunca en un cabaret: bueno, honesto, sencillo, con sentido del humor, siempre dispuesto a escuchar los problemas de los demás. No había ni un cliente del cabaret que tuviera problemas con él.

-No es así. -dijo Gerardo - A vos te anda pasando otra cosa. Quizás quieras dejar de venir acá.

Hasta adivinaba los problemas de los clientes.

-Si, es eso. Pero es un poco más complejo.

-Cuando un hombre habla de complejidad, habla de mujeres. ¿Quién es?

-No importa.

Juan se quedó callado un rato. Gerardo lo miró a los ojos un poco. Suspirando dijo:

-No te da bola, ¿Verdad?

-Dame un poco de whisky.

Gerardo entendió que Juan no quería hablar del tema, aunque sea por ahora.

Comenzó un espectáculo de unas bailarinas exóticas, con complicados trajes que lentamente iban desapareciendo. El público sentado en las mesas enloqueció con el show, pero Juan no le prestó atención. La verdad es que hace mucho que no venía al cabaret, y no estaba muy feliz con estar allí. Todo era un circo, creado para sacar dinero. Unas mujeres y un poco de alcohol eran suficientes para dejar sin un mango a cualquiera. Muchos grandes caballeros caían bajo los encantos de las bailarinas y prostitutas, que aceptaban todo por dinero, por unas monedas hasta la dignidad perdían. Unos centavos y aceptaban salir. Unas monedas más y las llevaban a la cama. Todo mentira, sólo actuación, circo, por dinero. Juan odiaba eso: la mentira, la actuación, el dinero. Hasta llegó a pensar que todo era culpa de la plata. “Todas las putas gimen por dinero”. Sin dinero, ¿cómo pagarían los señores por el “amor” de una mujer? Eso era: el dinero. La plata corrompía hasta lo más puro, lo más sagrado: el corazón de una mujer.

-Está por bailar María

Así logró Gerardo sacar del letargo a Juan, quien rápidamente se dio vuelta al escenario y se acomodó en su silla. María era la única mujer del cabaret que le importaba. Según él, era la única rescatable de todas, bailarinas y putas. Alta, buenas tetas, buen culo, con piel blanca, colorada; físicamente perfecta. Pero además era alegre, muy tierna y cariñosa, hasta bastante honesta. Era a la única que Juan soportara que gimiera de mentira en la cama, por eso era la única con la que tenía sexo.

-Es hermosa, ¿verdad?

-La verdad es que es una mina de otro mundo. -respondió Gerardo.

María bailaba sola en el escenario, con una túnica semitransparente, que hizo enloquecer la platea. Era un baile raro, muchas figuras. Juan no entendía qué estaba haciendo ella en el escenario, entendía que era fantástico.

-Mirá como se mueve en el escenario.

-¡Cómo si hubiere nacido en uno!

El show terminó de repente, de manera sorprendente, cuando María rompió de un tirón la parte superior de la túnica, dejando sus pechos al aire. Los espectadores quedaron atónitos, durante unos segundos, sorprendidos por tanta belleza. Juan se paró y empezó a aplaudir. Lentamente, todas las personas comenzaron a imitar a Juan. Todo el cabaret aplaudía el baile de María. Unos clientes, medios borrachos, comenzaron a gritar y a silbar. María saludó al público y les dirigió hermosa sonrisa, y así se retiró del escenario.

-Es espectacular.

-Si, es una de las mejores bailarinas del lugar.

-Es la mejor.

Gerardo se rió muy fuerte.

-¡Che! ¿No estabas preocupado por una mujer hace un rato? ¡Ahora ya estás alabando a otra!

Juan se dio vuelta nuevamente, para quedar de frente a Gerardo.

-Mirá lo que compré.

Sacó la pequeña cajita con el anillo.

-¿Es un anillo de casamiento?

-De compromiso.

-¡No puede ser, te vas a casar! -Gerardo saltó la barra y abrazó a Juan -¡Tarado! ¿Por eso estabas faltando? ¡Estabas saliendo con una mina y no me dijiste nada!

-Bueno, ya… no es para tanto.

-¿Cómo? Y yo que me preocupaba… ¡Felicidades!

-No grites tanto que no quiero que se entere toda la gente. Aparte, no es nada seguro todavía.

Gerardo dejó de abrasar a Juan. Lo agarró de los hombros y lo miró a los ojos.

-¿Nada seguro? ¡Pero si compraste un anillo y todo!

-Todavía no le pregunté.

Gerardo soltó a Juan y se dirigió de nuevo hacia la parte posterior de la barra. Sirvió dos vasos de ron.

-Pero vos tenés muchas esperanzas, ¿verdad?

-Si, la esperanza es lo último que se pierde. -Juan tomó un vaso y dio un sorbo -Pero no es mucha. Objetivamente no creo que diga que si.

-¡Pero el amor no tiene objetividad, es sentimiento puro!

Gerardo tomó su vaso con ron y lo tomó de un solo sorbo. Inmediatamente se sirvió otro.

-Y, ¿por qué puede decir que no?

-No se. Solamente pienso que va a decir no.

Juan tomó lo que quedaba de su vaso. Gerardo le sirvió otro.

-Así que venís a despedirte del cabaret.

-Si, algo así.

-Me lo imaginaba. La verdad es que no entiendo como un tipo como vos venía a un antro como este. -“¡Qué casualidad!” pensó Juan- Vos sos un buen tipo, una persona con todas las letras, no como la chusma esta que llena la sala. No se que buscan las minas ahora en día. Yo, la verdad, te veía casado hacía bastante.

-Es que no es como era. Ahora las mujeres, bueno, todas las personas, buscan sólo…

-¡Hola Juan!

María acababa de llegar a la barra, con su maravillosa sonrisa. Juan se sobresaltó y tiró su vaso de ron, que se hizo añicos al caer al suelo. Gerardo fue a buscar la escoba.

-¡Qué boludo! -dijo mientras se alejaba.

Quedaron solos en la barra María y Juan. María acercó una silla y se sentó. Tomó la botella de ron y se sirvió un vaso.

-Hacía mucho que no venías por acá. Ya pensaba que te habías olvidado de mí. -María se rió muy bajito, y le dedico una sonrisita hermosa a Juan.

-Es que estaba muy ocupado. Unos negocios…

-¿Y ahora me cambias por negocios? El senador Sosa tiene más negocios que vos, y me dedica más tiempo.

-¡¿Cómo que te dedica mas tiempo?! -Juan se puso colorado de furia.

-¡Ja ja ja! Ce-lo-so. -María le puso el índice en la punta de la nariz. -Eso es lo que me encanta de vos.

Juan se encontró con los ojos celestes de María. Sintió vergüenza. ¿Por qué se ponía así? Quiso darse vuelta, pero María lo detuvo, agarrando sus manos.

-¿Qué es esto?

No alcanzó a darse cuenta que María preguntaba por la caja aterciopelada que ya ella se la había sacado de las manos.

-¡Un anillo! ¡Un anillo de casamiento!

-De compromiso. -corrigió Juan.

-¡Con razón me tenés abandonada! ¡Te vas a casar, que emoción!

María abrazó a Juan. Tan espontánea, tan auténtica. Eso no era por plata.

-Pero… ¿por qué viniste hoy, entonces?

-Bueno. No se muy bien…

María lo contemplo un momento. Sus ojos celestes se encontraron de nuevo con los de Juan. El retiró rápida la mirada.

-Te venís a despedir de mí. -la voz de María era triste.

Hubo un silencio bastante largo, sólo cortado por los aplausos del público, que miraba algún otro espectáculo. Juan miraba al piso, tratando de no encontrarse nuevamente con los ojos de María, sin saber bien que decir. María lo miraba, triste, realmente triste. Gerardo no apareció más, Juan pensó que se había dado cuenta de la situación y había decidido no volver. Se lamentaba por esto, Gerardo hubiera cortado con tan embarazosa situación.

-No necesariamente me vengo a despedir de vos, sino del cabaret.

María no dijo nada. Unas lágrimas caían por sus mejillas. Juan no dejaba de ver el suelo, pero pudo sentir ese llanto silencioso de María.

El silencio que había sido interrumpido por las últimas palabras de Juan volvió a reinar. Ninguno hablaba, ni un sonido hacían. María se secó las lágrimas, Juan miraba al suelo. Unas carcajadas llegaron desde el público. Aplausos. Más silencio. Juan ya creía que los sonidos habían tratado de escapar de la situación, cuando María le tomo una mano y colocó allí la cajita aterciopelada. Juan se animó a mirarla a la cara.

-Hasta azul es la caja, la debés querer mucho. -una sonrisa brotó nuevamente de sus labios. -¿Quién es la afortunada?

-No te puedo decir todavía.

María se encogió de hombros.

-No importa ahora, ya me contarás en su momento. Ya que es tu última noche aquí quiero tratarte como te merecés.

María lo tomó de las manos y lo llevó a su habitación.

Se alcanzó a cerrar la puerta antes de que María lo arrojara a la cama. Se tiró arriba de Juan y comenzó a desvestirse. Juan la miraba: esos ojos celestes, esos cabellos colorados, esa piel blanca, esos pechos grandes, esa cola perfecta, ese cuerpo precioso; era todo para él, sólo para él en ese momento. Con sus manos acaricio sus pechos. María lo miró a los ojos y le sonrió, verdaderamente le sonrió. Con sus suaves manos comenzó a desvestirlo a él. Primero el pantalón, unos besos entre medio, luego la camisa. Juan la agarró de la cintura y la acostó en la cama. Se puso arriba de ella y la penetró. Gimió. Juan la escucho. La verdad es que era muy buena en esto, una verdadera puta. “Nunca te dejes engañar, todas las putas gimen por dinero”. No, ella gemía por placer. Empezó a moverse lentamente. María gimió de nuevo. “Nunca te dejes engañar”. No, ella gemía de verdad, no era una actuación. Cada vez iba más rápido. Ella gemía más fuerte, realmente gemía. “Todas las putas gimen por dinero”. “¡Hay Juan!”. “Nunca de te dejes engañar”. Era en serio. “¡Ah, ah!”. “Todas gimen por dinero”. “¡Es hermoso, ah!”. “Todas”. Ella gozaba de verdad. “¡Oh, por Dios, Juan! ¡Ah!”. “Todas gimen”. “¡Ah!”. De verdad, no mentía. “Por dinero”. Ella no actuaba. “Dinero”. “¡Ah, Ah!”

Lo lindo de la habitación de María es que tenía un balcón que daba justo al río. Según Juan esa era una de las mejores vistas del mundo: un río, las estrellas, la luna, las montañas a lo lejos, las luces de la ciudad… un lugar de ensueño. Le encantaba mirar por la ventana de la pieza de María, pero esa noche no le producía nada. Estaba allí, pero no veía nada de todo aquello que tanto le gustaba. Seguro es por lo que María le dijo un momento antes, cuando estaba acostado en la cama con ella. Cuando Juan le estaba por decir quien era la chica a la que quería proponerle casamiento, María se le adelantó y habló antes que él. Le contó que esa era también su última noche en el cabaret. Que se iba de una vez de ese antro. Que el senador Sosa la había convencido que se fuera a vivir a una casa que él le pagaba. Que no le iba a faltar nada: ropa, comida, comodidades, plata… Si, por eso estaba así Juan, sin mirar las estrellas, ni la luna, ni las luces de la ciudad, ni las montañas.

-“Nunca te dejes engañar, todas las putas gimen por dinero” -dijo, mientras tiraba la cajita de aterciopelado azul al río.

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